Catacumbas de Lima: basílica y convento de San Francisco

En las catacumbas más famosas de América, las noches de Lima musitan lamentos y agonizantes quejidos, provenientes del subsuelo del convento de San Francisco de Asís.
Cónclave de calaveras. Foto: HERNANDO REYES
Cónclave de calaveras. Foto: HERNANDO REYES

Los lugares de interés de Lima, la capital de Perú, son casi inabarcables y en un día casi es obligado hacer una visita al casco viejo de la “Ciudad de los Reyes”, conocido como “Damero de Pizarro” (en honor a su fundador, y a la forma perfectamente cuadrada que tuvo en sus inicios). El centro histórico de Lima, en el que se encuentra su Plaza Mayor, reúne una serie de construcciones de consagrado valor, que le han valido su entrada en el listado de Patrimonio de la Humanidad de la Unesco desde el año 1988.

Iglesias, palacios, monasterios, conventos y nobles casonas han resistido fuertes terremotos, y se erigen entre yesos, mampostería, portones tallados, maderas de cedros de Nicaragua, retablos barrocos, cúpulas y cruceros preñados de pintura colonial. En el Damero, el pasado deambula como testigo del eco de tenebrosas historias de fantasmas y de ánimas, difundidas a través del tiempo por tradición oral. Historias que permanecen en la conciencia urbana, en algunos casos como leyendas, y en otros como realidades.

Basílica y convento de San Francisco de Asís

Este complejo arquitectónico, que tardó cerca de 140 años en construirse (1537-1673), es uno de los mejores exponentes del Barroco de la ciudad de Lima, y figura también entre los tres conventos más grandes de América. Las dos torres amarillas de la iglesia se levantan magníficas, enmarcando el espectacular portón de piedra tallada. Es todo un baluarte de fe; una belleza que pretendió atraer a los indígenas durante la evangelización.

Convento y basílica de San Francisco de Asis. Foto de: HERNANDO REYES
Convento y basílica de San Francisco de Asis. Foto de: HERNANDO REYES

Una de sus cúpulas, de claro corte mudéjar, se destaca con fuerza, como contraposición al resto de detalles del barroco churrigueresco, que sin modestia alguna, complementan los adornos de la basílica de San Francisco de Lima. Su interior explora siglos de historia limeña y la visita solamente puede realizarse en grupos guiados. En la sala capitular, los cuadros de Zurbarán o los de la escuela de Alonso Cano declaran la importancia que tuvo esta sede virreinal para la corona española. Un inmenso cuadro de la Escuela Cuzqueña, La Última Cena, expone a un cuy (conejo de indias) en lugar del consabido cordero. En las paredes de las diferentes salas del convento cuelgan innumerables lienzos de varios pintores “importados”, en conjugación con muchas obras artísticas de claro estilo criollo y colonial.

Biblioteca del convento. Foto de: HERNANDO REYES
Biblioteca del convento. Foto de: HERNANDO REYES

Unos estantes de elegantes maderas muestran tesoros literarios: tratados teológicos, libros de oración e importantes manuscritos. El ingreso a esta biblioteca, que figuró en su momento entre las más importantes de América, no está permitido, y sólo es posible contemplar su imponencia desde la entrada, como ocurre en la biblioteca de la Universidad de Salamanca, una de las más antiguas en España. Muchos de los manuscritos y libros del recinto limeño, escritos en quechua, están librando una batalla contra el tiempo y la descomposición.

Mientras recorro la nave, el guía me conduce hacia unas escaleras de ultratumba, que expelen un rancio olor, y me contagian de una penetrante y extraña sensación: las catacumbas.

Catacumbas de Lima

Las criptas del convento, ubicadas en el subsuelo del mismo, reciben el nombre de catacumbas por su similitud con las sepulturas romanas. Dejaron de ser utilizadas con fines funerarios a principios del XIX, cuando se impusieron los camposantos al aire libre.

Algunas fuentes hablan de veinticinco mil miembros enterrados en este “túnel de los muertos”, pertenecientes a diferentes hermandades y cofradías. Otras indican cerca de setenta mil, cifra que incluye a ilustres ciudadanos limeños. En cualquier caso, mi descenso a ultratumba empezó en el justo momento en que Tino, el guía, me contaba en voz baja la siguiente historia: “Aquí habita un extraño personaje que suele aparecer ataviado con indumentarias monacales y que ha sido visto por algunos de los hermanos que aún habitan el convento”, para añadir que  “atestiguan los monjes que lo han visto que es de materia semitransparente”.

Fosa de las catacumbas del convento. Foto de: HERNANDO REYES
Fosa de las catacumbas del convento. Foto de: HERNANDO REYES

A pesar de que me estaba contando la típica leyenda urbana, el breve trayecto que habíamos recorrido me pareció una inmensidad. Tras los barrotes de las celdas metálicas que aparecían a lado y lado del estrecho pasillo por el que avanzábamos se percibían diversas osamentas: costillas, tibias, fémures y peronés brillaban en la oscuridad de una manera casi fluorescente. De repente, algo parecido a lo que debe ser la claustrofobia pareció apoderarse de mí y me inundó un inmenso deseo de salir a ver la luz del exterior. Sin embargo, y a pesar de la extraña sensación, deseaba continuar para adentrarme en la profundidad de unos conductos abovedados en los que montañas de huesos afianzaban su tétrica presencia.

El cónclave de las calaveras

Como si no quisiera llegar a su destino, esta especie de “tren del terror” proseguía, entre penumbras, su macabro trayecto. Las “atracciones” del circuito aparecían sin cesar: pozos de más de diez metros de profundidad, osarios y sepulcros rectangulares iban penetrando, sin recato alguno, por mis pupilas. Tino se acercó por detrás, tomándome del brazo sin que me diera cuenta: un alarido de auténtico pavor salió de mis entrañas llenando aquella ciudad de los muertos con un desagradable eco. Mi amigo, simplemente, quería conducirme, con todo su sigilo indígena, hasta lo que parece una especie de tumba múltiple, misteriosa y aterradora: una profunda fosa circular, que a modo de mandala, presenta geométricamente una sucesión concéntrica de cráneos y huesos; desde entonces la he descrito, con cierta sorna, como el “cónclave de las calaveras”.

Tumbas de la catedral. Foto de: HERNANDO REYES
Tumbas de la catedral. Foto de: HERNANDO REYES

A lo largo del recorrido hasta salir a  la superficie las historias de fantasmas llegaban a la memoria de Tino, como si se tratara  de la lectura de una partitura de la muerte: “antiguamente era costumbre colgar de los torreones de las iglesias de los cabildos de Lima a los asesinos, saqueadores y violadores, para ser sometidos al escarnio popular”. Y el guía prosigue su macabra historia: “morían literalmente deshidratados, pidiendo agua, pues sus cuerpos eran introducidos en unas jaulas donde permanecían de pie hasta el final”.

Cuando finalmente vi la luz exterior quise desconectarme por completo de ese “más allá” que me había logrado generar cierta incomodidad. Me dirigí al patio principal a observar los azulejos de su zócalo, que fueron hechos en el siglo XVII en la famosa fábrica de cerámica de La Cartuja, en Sevilla, y como tantas otras piezas de arte, traídos a Perú.

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