Volver a leer novela negra clásica produce un efecto delicioso gracias a las páginas de Muerte de un aviador (Ediciones Siruela, 2016), de Christopher J. Sprigg. Un obispo australiano llega a un aeródromo inglés para aprender a manejar los controles de una avioneta, ya que en su país se verá obligado a volar de un lugar a otro para atender a sus fieles. Sin embargo, el que iba a ser su instructor aparece muerto al día siguiente.
Así arranca una trama y investigación policial en la que se ven envueltos los inspectores Bray, de Scotland Yard, y Creighton, del pequeño pueblo en el ocurre el asesinato. Al final, el menos esperado de un elenco de personajes será el ideólogo de un plan de tráfico de cocaína en el que la incipiente aviación de los años treinta del siglo XX juega un papel decisivo.
El mundo de las letras debe lamentar la pérdida de C. J. Sprigg tan joven (a los 30 años). Antes de que este hecho ocurriese en el frente del Jarama, en la guerra civil española, Sprigg había escrito varias novelas, ejercido como periodista y crítico. En esta obra, Sprigg hace uso de los recursos de la novela negra más clásicos, siguiendo los esquemas del género policiaco británico y estadounidense.
Una multitud de personajes pueblan el libro de Sprigg, pero sin caer en el exceso y cumpliendo todos ellos un papel determinado en la obra. La caracterización de los inspectores y el humor inglés, fino pero muy irónico, hacen avanzar la novela junto con una trama bien tejida y que mantiene el suspense hasta el final.
Además, en Muerte de un aviador Sprigg usa un recurso poco valorado en la novela negra actual: el planteamiento de las diferentes hipótesis para explicar el asesinato y la trama de reparto de cocaína. Hoy se tiende a realizar elipsis y engañar al lector, tomándole el pelo en muchas ocasiones. El modelo clásico perseguía hacer razonar, imbuir al lector en la mente de los investigadores para que elaborase sus propias tesis, más que verse arrastrado por la narración hacia un final más o menos sorprendente.
Sprigg nació en Reino Unido en 1907 y murió en el primer día de la batalla del Jarama, en febrero de 1937. Combatía al lado del gobierno legal republicano, siguiendo sus convicciones marxistas y comunistas que le habían llevado a enrolarse en las Brigadas Internacionales que pretendían parar el creciente movimiento fascista en la Europa de entreguerras.