La revolución rusa, de Neil Faulkner

En 2017 se cumplen 100 años de la revolución rusa. Este libro analiza el hecho histórico desde una perspectiva marxista y tomando como protagonista al pueblo dirigido por los políticos bolcheviques,
Soviet de Petrogrado en plena acción
Soviet de Petrogrado en plena acción
Soviet de Petrogrado en plena acción
Soviet de Petrogrado en plena acción

La revolución rusa (Editorial Pasado y Presente, 2017) alcanzó su punto de ebullición en octubre de 1917, cuando los habitantes de Petrogrado (actual San Petersburgo) y los integrantes del soviet (término ruso que designa una asamblea democrática) tomaron al asalto el Palacio de Invierno. Previo a este momento puntual, la revolución venía cociéndose desde antes de febrero de ese mismo año.

Neil Faulkner, investigador de la Universidad de Bristol e integrante del Partido Laborista británico, hace un repaso de los años y meses que precedieron a la revolución desde una óptica marxista, lo que convierte su libro en un referente imprescindible para compensar la abundante bibliografía editada que analiza la revolución desde una perspectiva liberal, más crítica con el proceso revolucionario. El autor basa buena parte de su obra en la Historia de la revolución rusa de León Trotski, uno de los impulsores de la revolución, absolutamente relacionado con ella y primer testigo, por lo tanto, también parcial, aunque la bibliografía la componen 63 títulos de diversa tendencia.

El subtítulo del libro de Faulkner es “una historia del pueblo” y en verdad que el autor consigue construir un relato a través del principal actor de la revolución, es decir, la ciudadanía rusa compuesta por campesinos y trabajadores de la industria. La obra de Faulkner es una síntesis del proceso revolucionario en 250 páginas, de una lectura adictiva. El autor analiza las causas profundas de la revolución, que se hallan en la depredación con que las élites aristocráticas y burguesas estrujaban a los ciudadanos de la Rusia zarista. La corrupción dentro del país y las precarias condiciones de trabajo y vida habían creado un caldo de cultivo ideal para que los primeros movimientos socialistas fuesen creando una conciencia de clase entre los trabajadores, que acabó estallando como movimiento que superó incluso las expectativas de los incitadores de la revolución, como Lenin.

Sobre la figura del teórico de la revolución, exiliado de Rusia debido a la persecución zarista, el autor dice que siempre pretendió una revolución que trajese la democracia real a Rusia, pero sobre todo que extendiese el socialismo por el resto del mundo. Lenin era consciente, y cuando la revolución se asentó lo fue aún más, de que el movimiento socialista sólo podía triunfar si era mundial. Faulkner, marxista y defensor de la doctrina económica de Jeremy Corbyn el líder del Partido Laborista, también realiza una defensa de la revolución rusa como movimiento democrático de masas, que pretendía la eliminación de la estructura social y económica existente, en la que unos pocos decidían sobre la vida de muchos.

El problema con el que se encontraron los revolucionarios es que sustituir unos modelos de funcionamiento por otros no es tan sencillo como parece en el papel. Rusia contaba con unas desigualdades brutales que la revolución, por sí sola, no podía solucionar. La economía no mejoró tras el cambio de sistema político, tampoco las condiciones de vida (con falta de alimentos y ropa) y Rusia se encontraba en plena guerra mundial, luchando contra el imperio alemán, donde no cuajó la revolución socialista, que no dejaba de penetrar en territorio ruso. Esto último obligaba al gobierno revolucionario a seguir enviando a ciudadanos al frente, donde la desmotivación era la norma. Al final, el gobierno ruso se vio obligado a firmar un armisticio con Alemania y a ceder territorios, lo que provocó la ira de las élites que aún quedaban en Rusia y dio pie a una contrarrevolución que llevó a la guerra civil interna.

Aunque no lo dice explícitamente, el autor es honesto al relatar, someramente, los acontecimientos que acabaron con la revolución democrática y la convirtieron en la dictadura estalinista. El problema de la incipiente burocracia bolchevique fue la incapacidad para hacer una revolución inclusiva. En la Asamblea Constituyente de 5 de enero de 1918, compuesta por los representantes de las diferentes fuerzas políticas, la mayoría de diputados (el 70%) pertenecían a fuerzas de derecha reformista y de centro. Ante esta minoría de la izquierda revolucionaria, la decisión fue disolver la Asamblea por si este centro político podría ser contrarrevolucionario.

Así se eliminó de un plumazo a la oposición política. Este fue el primer pecado de los bolcheviques: la imposibilidad de crear una revolución, o si se quiere, un sistema político inclusivo. Porque la realidad, proceso revolucionario por medio, es que en las sociedades complejas el pensamiento de los ciudadanos es variado. Nada obsta a que un régimen político cree un sistema basado en unos valores determinados, los problemas crecen cuando se pretende proscribir el pensamiento diferente. Tampoco se puede compartir la visión del autor de que la democracia representativa, o formal, va detrás de la democracia participativa para justificar este gesto autoritario, a la luz de los resultados históricos que han obtenido una y otra.

Después de crearse enemigos entre la oposición, el segundo pecado de los bolcheviques fue no saber gestionar el éxito y las expectativas del pueblo. En una Rusia en absoluta crisis, uno de los medios de vida era la adscripción al partido bolchevique, que prometía un paraíso que no acababa de llegar a los trabajadores. En diez años, el partido multiplicó sus afiliados porque era camino seguro para tener trabajo y pan. Este hecho fue creando un mastodonte en el que se fueron diluyendo las esencias democráticas de la revolución. También dio pie a que el partido pasase a estar controlado por la burocracia que movía el Estado soviético. Y, de esta burocracia, salió Stalin, agazapado durante los primeros años revolucionarios. Al llegar a la secretaría general, el futuro dictador tardó poco más de tres años en destruir la esencia de la revolución y en iniciar su régimen de terror, que acabó con lo poco que quedaba de la original revolución rusa. Después vino la apropiación de los términos y de las ideas para prostituirlas y generar los mitos que duran hasta hoy.

Por último, el libro de Faulkner es, en muchos aspectos, un espejo de lo que está sucediendo en las sociedades occidentales en la actualidad, donde los movimientos que reclaman un cambio de sistema político y económico adquieren mayores cuotas de protagonismo en la vida política. De nuevo, el pasado, la Historia, nos ayuda a comprender el presente.

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